Siempre quise ir a LA

jueves, enero 10, 2008

Jugando al golf

Pienso reconvertir los latifundios familiares en campos de golf y hacer de La Vecilla, León, el nuevo Scottsdale, Arizona, capital mundial de este gran juego al que cada día me entrego. El chino que me instruye en el arte del palitroque me ha dicho hoy que tengo facilidad para el golf y lamenta que no me iniciara antes porque llevo el swing en los antebrazos. Lo cierto es que si no me hubiera dejado las rodillas en el cemento del Veneranda con Aurelio, Piloto y compañía, probablemente hoy no disfrutaría del verdor del green, el olor a hierba recién cortada, el rumor del surtidor en mitad del campo de prácticas.

Cada mañana me levanto a las 8 para ir a jugar, igual que en el Veneranda. Mis compinches son ahora gente ociosa, jubilados, algún estudiante. No hablamos mucho pero nos saludamos en la casa de las bolas, que es como un cobertizo donde hay una máquina que expende bolas de 100 en 100 en un cubo playero que hay que poner debajo. Luego me sitúo en la alfombrilla número 14 (mi número de la suerte) y empiezo a practicar. La idea es mandar la bola a unos 150 metros pero yo, de momento, sólo alcanzo 110 y no siempre. La pista de despegue del aeropuerto internacional está justo detrás y cuenta la leyenda que algunos profesionales son capaces de pasar la bola por encima de la valla y hacerla descender al lado de los aviones. Cuando se me acaban las bolas del cubo playero me voy al green de prácticas y me vengo arriba. Como mi swing es aún nefasto, me reconforta pensar que tengo facilidad para embocar. Menuda falacia.

Cansado por el sol y el viento seco y desértico de la siempre soleada California, guardo mis palos, descapoto mi deportivo negro y enfilo la 405 hacia el norte, escoltado por el mar y las montañas del valle de San Fernando, tras las cuales se esconden los sueños y delirios de Hollywood. No es mal plan para esta primavera.